El Petiso Orejudo
Buenos Aires, 1912 – Aún recuerdo claramente aquellos días de miedo y rumores en la ciudad. La captura de Cayetano Santos Godino, un joven de apenas 15 años que todos comenzamos a conocer como “El Petiso Orejudo”, nos dejó helados. Fue detenido un 4 de diciembre de 1912, y entonces supimos que él era el responsable de los crímenes espeluznantes que nos habían estado atormentando. Sus actos, brutales y carentes de remordimiento, lo convirtieron en el primer asesino en serie infantil del país, dejando una marca que nunca se borraría de la memoria de quienes vivimos esos días.
Cayetano Godino, nacido el 31 de octubre de 1896, provenía de una familia pobre y violenta. En el barrio se sabía que tenía algo raro. De chico lo veíamos hacer cosas que nos incomodaban: maltratar a los animales y prender fuego cualquier cosa que se encontrara. Era un chico pequeño, de estatura corta y orejas grandes, de ahí que todos le dijéramos “El Petiso Orejudo”. Parecía inofensivo, con esa apariencia casi caricaturesca, pero con el tiempo supimos que detrás de esos ojos había algo oscuro.
Entre 1906 y 1912, Cayetano atacó a varios niños y niñas del barrio. Todavía se me pone la piel de gallina al pensar en esos chicos que no volvieron a sus casas. Al menos cuatro murieron y muchos otros quedaron heridos, algunos para siempre. Recuerdo que las madres en la cuadra nos advertían que no habláramos con desconocidos, pero quién hubiera imaginado que el peligro vendría de alguien tan joven, alguien como nosotros. Godino los engañaba, los llevaba a lugares apartados con alguna excusa. Ahí, sin razón aparente más que su propia sed de hacer daño, cometía sus atrocidades. Nunca entendimos qué lo impulsaba, y eso era lo más aterrador.
La captura de Cayetano fue gracias a un patrullero que lo vio salir del lugar donde acababa de atacar a Jesús Giordano, uno de los chicos del barrio. Cuando lo llevaron detenido, confesó todo sin dificultad, como si no le importara. Con frialdad, contaba lo que había hecho, y cada palabra suya nos desgarraba el alma. Los periódicos no hablaban de otra cosa y la gente pedía justicia. Queríamos sentirnos seguros otra vez.
Finalmente, lo declararon inimputable. Era un chico, decían, y lo mandaron al Hospicio de las Mercedes porque decían que estaba loco. Pero no se quedó ahí. Tiempo después lo enviaron a la Cárcel del Fin del Mundo, allá en Ushuaia. De ahí no salió nunca más. Supimos que murió en 1944, y aunque no se sabe bien cómo fue, algunos dicen que otros presos se vengaron de él. Quién sabe, pero no me extrañaría.
La historia de “El Petiso Orejudo” se convirtió en algo que seguimos contando. Fue un reflejo de lo poco que entendíamos la mente humana, y de cómo el sistema fallaba con los chicos que crecían en la miseria y la violencia. Hasta hoy, cuando escucho su nombre, recuerdo esos días de miedo y tristeza. Es difícil comprender cómo alguien tan joven pudo ser tan cruel, pero es una historia que nunca olvidaremos los que la vivimos.